viernes, 24 de enero de 2014

A dónde vas, manzanas traigo

Boy with suspenders, de George Luks

J ha tenido algunas oportunidades laborales desde los 18 años hasta los 23 que tiene en el momento en el que escribo estas líneas. Unas le han durado más que otras, pero ninguna ha estado libre de la amenaza de abandono súbito. Para J es muy difícil resistir el impulso de cada momento. Y en un trabajo si uno quiere conservar su puesto, hay que resistir constantemente los más variados impulsos: el de marcharse a la playa en verano, el de irse a casa cuando en el trabajo ya no queda más que hacer, el de coger la puerta las veces que el jefe se pone impertinente, el de mandar a la porra a ese compañero que es más vago que la chaqueta de un guardia... y así seguiríamos hasta llenar tres o cuatro páginas. A J le basta con sentir que está cansado de estar en el mismo sitio para decidir que se marcha. Si las cosas se ponen feas, es decir, el encargado le llama la atención por algo o alguien se mete con él, utiliza su estrategia preferida: huir hacia delante.

El centro laboral de que se trate, normalmente uno que está adecuado a personas con necesidades especiales, tampoco está para consentir cualquier comportamiento, aunque de esto habría mucho que hablar, porque si son personas con trastornos mentales o necesidades especiales, ¿cómo esperar que cumplan un horario y unas funciones laborales normalizadas?

Las consecuencias de estos portazos de J solían ser algunos días de castigo en casa, lo que era un castigo para su madre y no para él porque, ¿qué más quería él que no ir al Centro? Regresar después no era fácil porque se sentía culpable en su interior y rechazado en el exterior.

Mientras su madre trataba de hacerle ver la importancia de tener un trabajo, la normalización que suponía, la posibilidad de conseguir cosas que él quería como un ordenador, un móvil nuevo, etc. pero para J es muy difícil pensar en el futuro, el futuro son los 15 minutos siguientes. Yo hablo de un curso de inserción laboral que dura un año y él piensa que quiere ver la tele, yo le digo que vale, que ahora el trabajo es aburrido pero que después será mejor y él me pregunta si se puede ir a ver la tele.

Y así terminan nuestras conversaciones, a dónde vas, manzanas traigo.

viernes, 17 de enero de 2014

Alguien voló sobre el nido del cuco II

Casa junto a la vía del tren, de Edward Hopper

Me atrevería a decir que las navidades son un tiempo difícil para todos, porque ¿hay alguien que se sienta todo lo feliz que hay que sentirse en esos días? ¿Alguien a quien no le falte nadie a la mesa? ¿Si? ¿Quizás un 1% de la población?

Las navidades que recuerdo ahora fueron especialmente tristes. El 29 de diciembre de ese año llevamos a J a un centro siquiátrico. Tenía solo 18 años. Su sicólogo nos había recomendado un tiempo de descanso porque estaba especialmente alterado, hasta a J le pareció buena idea quitarse de la circulación y descansar un poco.

El centro era una especie de casona-caserío rodeado de verde y situado en la mitad de un monte, un sitio precioso y tranquilo en el que era el paisaje interior el que te ponía los pelos de punta. Cuando cruzamos el vestíbulo varias personas deambulaban con la mirada perdida, un hombre insultaba a voz en grito a las auxiliares y una mujer dormitaba con la cabeza apoyada en un radiador. Sin duda el panorama era peor que mis recuerdos de "Alguien voló sobre el nido del cuco".

Allí dejamos a J, 18 años, y allí se quedó mi interior con él. Me sentí vacía, perdida, ausente, de repente no quería estar con nadie, no quería hablar de ello ni que me consolaran, solo quería estar sola por ver si mi interior se iba cargando, por ver si podía recomponer los fragmentos de mi alma.

Cuando tienes un hijo que requiere tanto cuidado, cuando te preocupas tanto por él no es fácil de repente asumir que le cuidan otros, que tú no vas a saber lo que le pasa. Las normas del centro eran estrictas: en una semana no podíamos ni verle ni llamarle, pero ¿cómo podía yo estar una semana sin saber de él, encerrado en aquel sitio? Llamé al día siguiente deshaciéndome en disculpas y pregunté si me podían decir qué tal estaba, me dijeron que estaba bien y que había dormido bien. Era el día 30 de diciembre, no sé si le dí pena al siquiatra pero me dijo que para Nochevieja era muy pronto, pero que para Reyes seguramente le daría permiso para salir. Obvia decir lo contenta que me puse.

J era el más joven de todos los pacientes del centro pero enseguida congenio con una chica de 22 años con la que se ennovió y que terminó siendo su ilusión de cada día mientras estuvo ingresado.

El instinto de supervivencia de mi hijo siempre ha estado muy desarrollado, probablemente más que el de su madre.


miércoles, 8 de enero de 2014

Aferrarse a un clavo ardiendo

Portrait of the Artist's Daughter, de William Merritt Chase

Querido X:

Hemos empezado con un nuevo sicólogo. J no hacía muy buenas migas con la siquiatra que le atendía hasta ahora y además en cualquier momento tendrían que pasarle a adultos porque cumple 18 años en marzo. En Asistencia Social nos recomendaron iniciar un proceso de reconocimiento de minusvalía por parte de la Administración, sería bueno con vistas a encontrar un trabajo el día de mañana, un piso compartido o cualquier otra necesidad que surja. Ya ves que las cosas se van poniendo más y más serias. Deja de ser un niño y su pretendida hiperactividad no solo no se cura con la edad, sino que se convierte en algo más importante. Mentiría si te dijera que no lo venía sospechando, o incluso sabiendo desde hace tiempo, pero una cosa es que exista esa sospecha dentro de ti y otra que estés en lo cierto. Ese miedo convivía con la posibilidad de que estuviera equivocada y a esto me aferraba como a un clavo ardiendo. Ahora, distintos profesionales reconocen que en J hay daños estructurales, un trastorno psicológico del desarrollo, un trastorno límite de personalidad... nombres todos francamente inquietantes que conforman una realidad a la que ya no se le puede dar la espalda.

El sicólogo nuevo nos hizo unas preguntas muy acertadas acerca de J y vino a decirnos que sus características encajaban a la perfección con los trastornos que sufren niños maltratados o abandonados de pequeños. Son personas muy primarias porque desarrollaron sobre todo la parte de su cerebro destinada a la supervivencia, no consiguieron crear un vínculo con ninguna persona porque o bien esta persona no existía, como es el caso de J, o bien los cuidadores cambiaban constantemente. Nos dijo que no albergáramos muchas esperanzas porque J es muy mayor ya, pero que de cualquier forma la terapia le vendría bien.

Es bueno acertar con el diagnóstico, pero no es bueno que a una le dejen sin ese clavo ardiendo al que se aferraba.

Sigue con salud.