miércoles, 25 de septiembre de 2013

A veces decido que somos normales

Child in Bed, de Berthe Morisot

Un año decidí celebrar mi cumpleaños por todo lo alto e irme a cenar a Akelarre con mis dos hijos. Los tres nos pusimos guapísimos y enfilamos hacia Igeldo dispuestos a vivir una experiencia inolvidable. Llegamos sobre las nueve menos cuarto y todavía era de día. Nos dieron una mesa junto al enorme ventanal desde el que todo el horizonte que se abarcaba era el mar. Estaba gris pero había luz y se veían a lo lejos las lucecitas de Getaria. Poco a poco se nos fue echando la noche encima, pero la fuimos viendo caer sobre el mar, gris y amenazador, minuto a minuto.

J tenía muy claro lo que quería cenar: quería chipirones pero, porca miseria, chipirones no había, por suerte había merluza en salsa con cocochas y almejas, que pidió con patatas fritas, ante lo que la maître no pudo reprimir la carcajada.

Mis dos hijos alucinaron con los panecillos tan diversos y calentitos, con los aperitivos tan extraños y exquisitos, con las camareras revoloteando a nuestro alrededor. A mí me faltaban un par de manos para llegar a sujetar las de J que, camino del pan de su hermano, amenazaban con tirar dos o tres copas. En el postre se rebozó la cara de chocolate y su servilleta enseguida parecía un trapo de cocina, pero yo había decidido mantener impasible el ademán.

Toda orgullosa al final de la cena le dije a su hermano: "Hijo mío, me hago mayor, pero hay que ver lo sabia y tolerante que me estoy haciendo. Hace unos años habría encerrado a J en el maletero del coche hace media hora". Mi hijo mayor me miró con sorna y ternura a la vez como pensando "¡Ay! Bueno, si te hace ilusión verlo así".

La cena fue un éxito total, estuvimos muy a gusto y a J este tipo de cosas le ayudan mucho a sentirse integrado (¿o será su madre la que quiere sentirse integrada?), a hacer cosas distintas, a ser capaz también él de comportarse, etc.

A la salida nos saludó Subijana y le dije que J se acordaba mucho de él, de cuando iba a su colegio a darles alguna charla de nutrición. Subijana le cogió por los hombros muy simpático y le dijo que él también le recordaba (además probablemente fuera verdad porque nadie olvida a J) y que se parecía mucho a un sobrino suyo. Seguro que J al día siguiente se lo contó a toda la clase.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Su lucidez es siempre inesperada

A boy with Sailboats, de Henri Martin

J está viendo dibujos animados en la televisión. Busca un canal que tenga dibujos, acomoda su estatura en el sofá y de vez en cuando una sonora carcajada me recuerda que sigue ahí.

He estado un rato con él y entre risotada y risotada, me decía "Qué hijo tan infantil tienes, ¿verdad, ama?", que es exactamente lo que yo estaba pensando, pero no me esperaba que lo dijera él. Su lucidez es siempre inesperada, y no he podido por menos que desmentirle. "¡Qué va, hijo! Mi hermano veía dibujos animados de bien mayor y también le gustaban mucho los cómics", "Ah, ¿sí? y ¿qué dibujos veía?", "¡Uy! no me acuerdo, los que estuvieran de moda en aquel momento".

Y se ha quedado tan contento pensando que se parecía a su tío. Porque es cierto que mi hermano veía dibujos animados de bien mayor, pero en él no me parecía un rasgo infantil.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

El lobo blanco

Niños en el mar, de Joaquín Sorolla

Leer para J ha sido siempre una tortura china. Cómo leer si no puede parar quieto, aunque no creo que esto sea el único problema y ni siquiera el principal, le cuesta mucho concentrarse, imaginarse una historia larga, seguir conceptos abstractos.

Frente a todos los discursos de integración con los que quieran adornarse, la escuela ha sido siempre un espacio para la media: no están para tener en cuenta ni a los que son demasiado listos, ni a los que tienen problemas para aprender, y J en sus tiempos escolares, tuvo que pasar por el aro de las exigencias generales como todo el mundo. Por eso cuando un día comentó, así como al socaire, que la mañana siguiente tenía una prueba de lectura se me pusieron los pelos de punta.

-¿Y te lo sabes? -pregunté concediéndole la posibilidad (de todo punto imposible) de que hubiera leído el libro.
-Buenoooooo.
-¿Qué es lo que tienes que saber?
-Pues un libro.
-Y te lo has leído -intervino su hermano.
-Sí, 10 páginas.
-¿10 páginas has leído? -preguntó su hermano con sorna.
-No, bueno, esto, me faltan 10 páginas.
-¡Ah! Y ¿de qué es?
-Pues... de un perro... creo.
-¿Lo tienes aquí? -dije yo.
-Sí.
-Bien, pues tráelo.

Salió disparado al cuarto y volvió con un libro que solo con verlo se podía saber que no era para su edad y desde luego no para J. Comencé a leerle el libro con la esperanza de que algo le sonara al día siguiente y empezó él a abrir sus ojazos mirándome fijamente. Se quedó callado, quieto, tranquilo... mientras yo iba desgranando las palabras y con ellas iba levantando el universo de una historia. La seducción de que nos cuenten una historia hizo mella en él y quedó prendido de mi voz sin permitir que ningún otro estímulo le despistara.

Al cabo de un rato, su hermano tomó el relevo y siguió leyendo él. J cambió la dirección de sus ojos, pero ese fue todo su movimiento. Se podía ver que estaba transportado, que la historia había alcanzado su corazón y quería saber qué pasaba en el libro, que es lo máximo a lo que puede aspirar un autor. Y más tarde tomó X el libro entre sus manos y siguió con la historia de Kavik, un perro lobo que sufre un accidente en la nieve y es rescatado de una muerte segura por un niño de 15 años.

Fue precioso ver a J tan entusiasmado con un libro. Se enterneció con la narración, se metió de cabeza en ella y sufrió con Kavik cuando este estaba herido y abandonado en la nieve, "pobrecito", decía, y al día siguiente fue a clase contando a todos la historia del perro lobo y de cómo un niño le salvó de la muerte.


lunes, 16 de septiembre de 2013

De momento seguimos a flote

Kalounna in Frogtown, de Jamie Wyeth


Hoy mi hijo ha venido con el pecho cruzado por un gran arañazo y el costado surcado por otros más pequeños.

-Dirías que me han pegado un navajazo ¿verdad? Pues ha sido un perro.

Y ha iniciado su relato. Una debería estar curada de espanto pero siempre se sorprende. Lo que sucedió fue que un perro se estaba ahogando (aunque se supone que los perros vienen sabiendo nadar de serie), el perro de una amiga, y J se lanzó a salvarlo, el perro se echó encima de él y le arañó en su afán de ponerse a salvo. Suena bastante convincente, lo reconozco, pero pudo ser eso lo que pasó o pudo ser cualquier otra cosa. No creo sin embargo, que fuera un navajazo, que es lo que más me preocuparía, porque es muy superficial. Concédamosle, pues, el beneficio de la duda.

De momento, seguimos a flote. Como el perro.

viernes, 13 de septiembre de 2013

En plena forma

Figure with Child, de Neil Welliver

Una es más cosas, pero desde luego es la madre de J a tiempo completo. Y esto, que a veces es un castigo divino, es también algo muy positivo porque me obliga a estar siempre en forma. No hay manera de amodorrarse, acomodarse o tumbarse a la bartola. J te obliga a estar alerta como si fueras una espía de la CIA tramando un golpe de estado en Afganistán. De hecho, he desarrollado todo tipo de mecanismos y recursos para seguirle la pista, saber dónde está, con quién y qué hace.

Sus maniobras disuasorias están muy perfeccionadas, su primera respuesta es siempre una pregunta, parece gallego e incluso se diría que es más hábil que Rajoy eludiendo respuestas. Pero se ha encontrado con una madre resbaladiza que le va cercando como si fuera una serpiente pitón. A veces, al final nos entra la risa a los dos porque él, pobriño, había preparado un mecanismo de despiste de lo más elaborado y se encuentra con que su madre tiene o bien información irrefutable conseguida quién sabe cómo, o bien pruebas fehacientes que desmontan su castillo de arena.

Lo que decía, me tiene en plena forma.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Hay días en los que no quiero estrangularle

Boy in a Blue Shirt, de Amadeo Modigliani

Todos tenemos días encantadores y J también. Algunos días se levantaba colaborador y contento, casi como con ganas de empezar una nueva vida. En esos días era una maravilla estar con él, ayudaba a guardar las cosas en el lavavajillas, se duchaba sin protestar y me acompañaba al súper. Hacía la lista de la compra con esa letra de niño apretada y redondita que le exigía una concentración extrema. Llevaba el carro, pesaba la fruta, me organizaba: "Ama, vete tachando lo que ya hemos cogido" y sobre todo pedía y pedía:

-Ama, mira, galletas de Dinosaurio, ¿me compras?
- No, seguro que te comes todo el paquete en cuanto me dé media vuelta, mañana cuando me vaya a correr te las comes.
-Bueno, no importa que no me las compres, -aquí es cuando yo le toco la frente a ver si tiene fiebre y ante semejante conformidad no puedo resistir el sentimiento de ser peor que la madrastra de Blancanieves-.
-Vale, las compramos, venga, cógelas.

Y así va discurriendo nuestra visita al súper. Como es tan activo, no hace falta decirle las cosas que le gusta hacer, meter las cosas en las bolsas, llevarlas al coche, meter el ticket para pagar el parking...  Y entonces yo voy sintiendo que me derrito de cariño y me olvido del propósito de estrangularle con el que me suelo despertar por las mañanas.

martes, 10 de septiembre de 2013

Dichosos cumpleaños

My Baby (Cosy), de William Merrytt Chase

Nuestra relación, como todas, ha pasado por distintos momentos. Su infancia no fue fácil porque él nunca ha sido fácil y además porque no sabíamos ni que le pasara algo ni qué le pasaba.

Parecía un niño difícil, inadaptado, hiperactivo decían los sicólogos, insoportable decían en el colegio. Ni siquiera los otros niños querían estar con él porque les asustaban sus excesos. No le invitaban a los cumpleaños, nadie le decía que se quedara a dormir en su casa cuando él estaba dispuesto a traer a toda la clase a merendar a casa. Para celebrar su cumpleaños quería invitar a sus 22 compañeros pensando que así luego podría ir a los cumpleaños de todos. Y su madre invitaba, recibía a niños en casa, pero las correspondencias nunca llegaban. De hecho, los padres del niño que se sentaba con él en el pupitre de la escuela pidieron que cambiaran de sitio a su hijo.

¿Qué tenía el mío que apestaba de esa manera? No se portaba bien, se distraía mucho en clase y distraía a los demás, podía comer sin mesura, hablaba por los codos, no tenía miedo de nada y esto asustaba a todo el mundo. Sobre todo a mí.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La piscina no siempre es cosa del verano

At the window, portrait of I.B. Kustodieva, de Boris Kustodiev

Cuando tu hijo es un niño sin miedo, tu miedo se hace inconmensurable y solo con el tiempo aprendes a vivir con él. Es cierto que J según ha ido creciendo ha ido apreciando más su vida y comprendiendo dónde estaban los peligros, pero cómo ha llegado hasta los 23 años que tiene ahora es un misterio.

Tendría 7 u 8 años cuando un día de invierno al volver del colegio dijo que se quería bañar en la piscina. Su razonamiento era que hacía sol y cuando hace sol uno se puede bañar, da lo mismo si es en agosto o en diciembre. El agua estaba muy fría y yo, que todavía no sabía que a J no se le puede desafiar, le dije, "bueno, si te parece que el agua está buena, báñate", convencida de que no pasaría del tobillo.

Con una expresión radiante de "ya-ha-llegado-el-verano", se puso el bañador y bajó a la piscina mientras yo, por si acaso, miraba desde la ventana. Bajó por la escalerita, metió un pie en el agua y volvió a subir corriendo. ¿Ves?, pensé yo, está helada. Se sentó en el borde de la piscina, metió un pie y después, despacio, el otro. Se levantó, se alejó unos pasos, cogió carrerilla y se tiró de un salto. Salí corriendo escaleras abajo, pensando que se quedaría tieso y tendría que tirarme a sacarle y tendríamos que ir corriendo a Urgencias. Bajé las escaleras de cuatro en cuatro llamando a gritos a su hermano para que me ayudara.

Cuando llegué había salido él solo y tiritaba como una hoja. Le abrigué con una toalla mientras murmuraba todo tipo de improperios. Ganas me daban de volverle a echar a la piscina. Entonces aprendí que a J no hay que desafiarle ni en broma, porque lo razonable no existe para él, solo existe lo que le gustaría hacer. Por suerte, nunca ha tenido ganas de volar.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Momentazos

Portrait of Caspar Goodric, de John Singer Sargent

Es sabido que hay momentos de los hijos que compensan todas las barrabasadas que nos hacen, abrazos que compensan suspensos y abalorios que valen más que el mejor Cartier. En mi hijo estos momentos son escasos, para qué me voy a engañar, ya de bien pequeñito supe que me iba a dar pocas alegrías, pero ha tenido sus momentazos.

Cuando me pongo nostálgica (no llega a una vez al año) recuerdo en especial el momento en el que le daba las buenas noches. Yo me afanaba procurando que no llegáramos muy enfadados a ese momento, lo cual no era fácil porque antes había habido que bañarse, cenar, ponerse el pijama... en fin, cuestiones todas, cuando menos, complicadas. Pero cuando por fin se metía en la cama, yo me sentaba a su lado y hablábamos de lo que había hecho durante el día, de por qué nos habíamos enfadado y terminábamos haciendo tabla rasa y amigándonos. Entonces yo le cogía entre mis brazos, le acunaba y le besuqueaba.

Un niño es un niño y yo creo que los besos y los abrazos les vienen bien siempre, incluso aunque se hagan los duros. Y entonces le abrazaba sin fisuras, no a medias ni de compromiso, le abrazaba para que supiera y sobre todo para que sintiera que le quería. Aprovechaba para mecer su cuerpo, pero en el fondo lo que quería era mecer y consolar su alma, rescatarle de todos los sinsabores, reproches y frustraciones que ha había llevado al cabo del día y que seguro habían sido muchos. A veces son momentos en los que J se abandona y permite aflorar lo que le preocupa.

-Ama, ¿hiciste bien en adoptarme?
-Es lo mejor que he hecho en mi vida, J.
-No, lo mejor no, porque primero tuviste a M.
-Sí, es verdad, lo segundo mejor que he hecho en mi vida.
-Y tú me escogiste.
-No, no se podía escoger, J.
-Te toqué.
-Pues sí, igual que te tocan los hijos que se tienen en la tripa.
-Y ¿cómo era?
-Pues eras morenito, muy serio y parecías un poco triste.
-¿Te acuerdas?
-Claro que me acuerdo: llevabas una chaquetita verde y unos pantalones de cuadros. Y tenías el flequillo largo.
-¿Y estás contenta?
-Pues claro, cariño. Y tú ¿estás contento con la madre que te ha tocado?
-Sí, aunque no sé como son las demás.
-Bueno, tienes a las de tus amigos -ahora solo falta que a este macarrón se le ocurra que cualquier otra habría podido ser mejor, tendría narices.
-Sí, a ver déjame pensar, está la de M., la de G., la de R. es muy maja, ¿no?
-Sí, bueno, ale, a dormir.

Fue un buen momento para terminar la conversación.