viernes, 20 de diciembre de 2013

El campo de trabajo más corto de la historia

Las hijas de Edward Darley, de John Singer Sargent

En la adolescencia de J el verano con él era fascinante: nos despertábamos con rap y nos acostábamos con el Messenger. En el intermedio le oíamos jugar con el ordenador, con la PSP o mantener interminables charlas por teléfono. Cualquier cosa menos una actividad que supusiera estar en silencio. El verano con J era una fiesta. 

El resto de la familia no podíamos con tanta fiesta. Nos moríamos por un instante de sosiego y silencio. Comencé a devanarme los sesos. Qué hacer para que todos pudiéramos sobrevivir a tan tórrido verano. Se me ocurrió la idea de un campo de trabajo. Comencé las gestiones para conseguir que le admitieran fuera de plazo y las negociaciones con él para que accediera a ir. La verdad es que fue bastante fácil con J, le encantan los cambios, le pareció atractiva la idea de estar lejos del control de su madre. 

Le llevamos entre suspiros de alivio y numerosas recomendaciones: pórtate bien; haz lo que te dicen; no hagas ninguna picia; sí, ama; por supuesto, ama; ya soy mayor, qué te piensas...

Volvimos en silencio las cuatro horas de viaje, ninguno de nosotros quería romper una atmósfera tan preciada. Llegamos a casa recomponiendo el ánimo, pensando que después de todo, el verano no era una estación tan mala. A la mañana siguiente los vecinos me saludaron con otro gesto en el ascensor, fue maravilloso despertarse sin ese rap atronador.

Cuando a los dos días llamé para saber de él, la coordinadora me dijo que había tenido una bronca importante, que a ver qué es lo que le pasaba. Primer round. Fue cuestión de días que me llamaran diciéndome que fuera a buscarle. 

El verano para nosotros fue muy largo ese año.


domingo, 15 de diciembre de 2013

Su primer trabajo

Family Portrait, de Boris Kustodiev


Querido X:

J empezó a trabajar el lunes limpiando un polideportivo, de 5 a 11 de la mañana. El horario no es muy integrador que se diga pero de momento es lo que hay. El primer día fue bien, el segundo se acostó a las 2 para levantarse a las 4.15 y el tercero les dijo que tenía que hacerse un análisis y se marchó a las 8.30 para no volver. Tremendo berrinche el que me llevé cuando lo supe. Su excusa fue que "estaba agotado". Lo comprendo perfectamente, a mí también me pesan la cantidad de años que llevo trabajando, pero vaya, que si está cansado al tercer día de trabajo... apaga y vámonos.

Inútil decirle que algo tiene que hacer, que si no quiere estudiar tendrá que trabajar. Cuántas veces repetimos lo mismo los padres... En fin, confiemos en que siga bien, en que vaya cada día, que se acueste pronto y que trabaje y tenga buena actitud con sus compañeros y un poco de respeto con la encargada. No está fácil, pero hay quien cree en Dios, ¿no? ¿por qué no voy a creer yo en los milagros?

Sigue con salud.



domingo, 8 de diciembre de 2013

La mujer habitada

Portrait of a Child, de Frederic Leighton


Querido X:

J falta a clase cada vez con más frecuencia. Es un ámbito en el que se siente como un pulpo en un garaje, no comprende de qué hablan, se aburre y se marcha. A veces se queda en el mismo centro, en el aula de ordenadores, otras veces se va al súper a comprar las chucherías que le encargan sus compañeros y otras va a su antiguo colegio, que está cerca. 

Me produce desasosiego, porque no sabes dónde parará y te da la sensación de que el chaval anda por ahí, un tanto perdido. Por fortuna en el centro se están portando muy bien con él, no le exigen rendimiento y asumen que esté en clase sin más. Sigo con la red de su sicólogo, el educador, la sicóloga del Centro de Servicios Sociales y la siquiatra del ambulatorio. Cuando no tengo reunión con uno la tengo con el otro. Gioconda Belli tenía un libro que se titulaba "La mujer habitada" y así me siento yo, "habitada" por este hijo, llenos de él mi pensamiento y mi corazón y con muy pocos huecos para otros asuntos.

Está siendo un auténtico shock descubrir que las alteraciones de J son estructurales, que no se le pasarán con la adolescencia. Hace tiempo que tenía asumido que algo pasaba con J, pero en algún lugar recóndito de tu alma siempre albergas la esperanza de que con los años mejore, de que pueda hacer una vida autónoma y socialmente adaptada. Ahora todos dicen que está siendo una auténtica marea descubrir estos daños tan importantes en los niños adoptados. Y que en el futuro serán muy numerosos cuando "las niñas chinas" y "los niños del Este" se hagan mayores y sus problemas crezcan con ellos y resulten irresolubles, como los de J.

No dejes de escribirme. 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Elliot no volvió a ser el que era

The Turkish Page, de William Merritt Chase

Cuenta Antonio R. Damasio en su libro "El error de Descartes" la historia de un paciente que fue operado de un tumor cerebral. La operación fue un éxito, excepto por el terrible cambio que se operó en la personalidad de Elliot:

"Considérese cómo empezaba el día: necesitaba que se le animara a despabilarse por la mañana y a prepararse para ir a trabajar. Una vez en el trabajo era incapaz de administrarse adecuadamente el tiempo; no se podía confiar en que cumpliera un programa de trabajo. Cuando la tarea implicaba interrumpir una actividad y seguir con otra, podía seguir a pesar de ello con la primera, aparentemente perdiendo de vista su principal objetivo. O bien podía interrumpir la actividad que había iniciado para dedicarse a alguna otra cosa que encontrara más atractiva en aquel momento particular."

Elliot perdió su trabajo y se dedicó a negocios arriesgados: "Los nuevos negocios iban desde la construcción de viviendas a la gestión de inversiones. En uno de estos negocios se asoció con un personaje de mala fama. No sirvieron de nada varias advertencias de los amigos, y el negocio acabó en bancarrota. Todos sus ahorros los había invertido Elliot en la malaventurada empresa, y todos se perdieron. Era extraño ver a un hombre de su experiencia embarcado en negocios y decisiones financieras tan equivocados.

"Su esposa, sus hijos y sus amigos no podían comprender por qué una persona inteligente a la que se había advertido previamente podía actuar de forma tan necia, y algunos de ellos no pudieron soportar este estado de cosas. Hubo un primer divorcio. A continuación un breve matrimonio con una mujer que no era bien vista por la familia ni por los amigos. Después otro divorcio. Después siguió yendo a la deriva, sin ninguna fuente de ingresos y como golpe final para los que todavía se preocupaban y observaban desde la barrera, la denegación de los subsidios de incapacidad de la seguridad social.

"Las prestaciones de Elliot se restablecieron. Expliqué que sus fracasos estaban en realidad causados por una condición neurológica. Ciertamente, todavía era físicamente competente y la mayoría de sus capacidades mentales estaban intactas. Pero su capacidad de alcanzar decisiones estaba dañada, como lo estaba su capacidad de trazarse un plan efectivo para las horas siguientes, por no decir ya los meses y los años de su futuro. Estos cambios no eran en absoluto comparables a los lapsos de juicio que nos visitan de vez en cuando. Los individuos normales e inteligentes de educación comparable se equivocan y toman decisiones erróneas, pero no con estas consecuencias sistemáticamente calamitosas. Los cambios en Elliot tenían una magnitud mayor y eran un síntoma de enfermedad. Tampoco dichos cambios eran consecuencia de una antigua debilidad de carácter, y desde luego no eran controlados voluntariamente por el paciente; su causa básica, simplemente, era una lesión en un sector determinado del cerebro. Además, los cambios tenían un carácter crónico. La condición de Elliot no era transitoria. Iba a perdurar.

"La tragedia de este hombre, de otro modo sano e inteligente, es que no era ni estúpido ni ignorante, y sin embargo solía actuar como si lo fuera. La maquinaria de su toma de decisiones estaba tan estropeada que ya no podía ser un ser social eficaz. A pesar de verse enfrentado a los desastrosos resultados de sus decisiones, no aprendía de sus errores."

La descripción que hace Damasio de las características de este paciente se parece alarmantemente a  algunos de los aspectos más llamativos de la personalidad de J: no es capaz de tomar las decisiones adecuadas, no aprende de sus errores, no es estúpido ni ignorante y sin embargo, a menudo actúa como si lo fuera. ¿Qué pasó con Elliot? Que vivió el resto de su vida bajo la tutela de un hermano sin que pudiera volver a ser el que era antes de la intervención. ¿Qué pasará con J? Que con suerte vivirá el resto de su vida bajo la tutela de su madre.

martes, 26 de noviembre de 2013

Monólogo interior

El joven Yachtsman, de Joaquín Sorolla

"Hoy tengo sicólogo, menos mal que nos toca juegos porque ya me estoy cansando de los tests, no son de esos de rellenar casillas o así, son de contestar preguntas. Me dice que soy muy sincero y que se ve que no voy a poner lo que quede bien. Pues claro que no, yo pongo lo que pienso y ya está. Bueno, la verdad es que tampoco se me ocurre otra cosa, yo pongo lo que se me ocurre, total... En verdad está bien lo del sicólogo porque vengo paseando hasta aquí y así al menos no estoy castigado en casa, luego me voy a las pistas, si se cree el aita que me voy a ir a casa con este solazo, lo tiene claro.

Mañana es el día de los enamorados, sería un día para ver a A, además ahora con la cresta, me pongo el polo ese verde que me ha regalado la ama que es superpijo y quedo guay. Ayer me hizo ducharme la ama, ya vale para mañana, pero, claro, cómo voy a ver a A si estoy castigado. Tendría que llamarle por teléfono por lo menos, aunque vete a saber si está en casa o si tiene el móvil apagado, porque tendrá que hacer deberes e igual no le dejan. Y si no, pues le veré el sábado, a ver si va al curso, que el sábado pasado no fue, lo bueno es que este sábado le podré acompañar a casa.

La música es guay porque te acompaña siempre, me pongo mi música y ya está. Y en el verano me pienso pirar a Alicante, trabajaré haciendo gofres, ya verás qué palo se va a pegar el aita, se quedará con la boca abierta, ja, él piensa que no valgo para nada... La ama me prometió que me llevaría, pero no sé yo, si le digo que me voy para quedarme seguro que no me lleva, la ama se preocupa demasiado, no le puedo decir nada porque ya se está preocupando. Si ya le digo yo que siempre está pensando que pasan cosas y no pasa nada. Anda que ya son ganas de agobiarse.

¡Ostras! Si me he pasado de portal, ahora me tengo que volver...".

jueves, 21 de noviembre de 2013

Madre solo hay una

Ruth Sears Bacon, de John Singer Sargent

- Ama, la sicóloga me ha preguntado...
- Pero, ¿no era sicólogo?
- Sí, bueno, pero hoy había una sicóloga. Me ha dicho que había visto que yo era adoptado y que si no me había planteado buscar a mi madre. A mi madre biológica, ya sabes...
- Ya.
- Y yo le he dicho que no, que ya tenía una madre y que con todo lo que había peleado por mí y después de irme de casa y todo y que estaba ahí, pues que, la verdad, buscar a mi madre biológica me habría parecido... como una traición y que además, para qué, si ya tengo una madre que es mi madre, para qué voy a buscar a otra que no conozco y que además me abandonó, ¿no? ¿Tomamos un café?

Y sí, a veces una triste tarde oscura de noviembre se te queda grabada en la memoria.


viernes, 15 de noviembre de 2013

La dificultad de elegir

Children playing, de Oskar Kokoschka

Cuando tienes un hijo que tan pronto sale con I como con L o con A, teniendo en cuenta que a veces las relaciones son simultáneas, está claro que no te vas a aburrir en la vida.

Mi hijo es simpático, alto y bien plantado, no puedo decir que haya salido a mí porque no soy su madre biológica, pero una de sus virtudes es que de entrada se queda con todo el mundo. Es de los que haría amigos en el infierno y de hecho yo diría que ya los tiene allí. Conservarlos, en cambio, se le da peor.

Hace unos meses J conoció a una tal L, pero los padres de la chica no querían saber nada de que saliera con nadie y entonces J y ella lo dejaron. J mantenía con A una relación intermitente cuando conoció a I. En ese momento yo ya me liaba con los nombres y no sabía si preguntarle qué tal con A o con I o con L.

No habían pasado dos días y ya había conocido a una tercera chica, lo que le llevó a sacar de su vida a I rápidamente. Esta se lo tomó fatal y J no sabía cómo afrontar las lágrimas y los reproches de la pobre chica. La madre de la criatura (o sea, yo) acudió al rescate explicándole que si bien es cierto que nadie es culpable de no querer seguir manteniendo una relación, no puede ser que tenga más de una relación a la vez, que eso solo le va a conducir a complicarse la vida y sobre todo a herir los sentimientos de los demás. No sé si me entendió pero yo tenía que decírselo.



domingo, 10 de noviembre de 2013

Comprender lo incomprensible

Alice Costelloe, de Lucian Freud

Me ha costado mucho comprender por qué no cuidaron de mi hijo sus padres biológicos. Una intenta ponerse en su lugar, sopesar todos los inconvenientes, la falta de medios económicos, la juventud, quizás un mal momento sicológico... pero por mucho que he intentado imaginarme una situación desesperada en la que alguien no cuidara de su hijo, no he sido capaz. En última instancia siempre pensaba que habría una forma de que alguien cuidara de él, alguien de la familia, los abuelos, unos tíos; y si fuera una cuestión de dinero, seguro que siempre hay un resquicio por el que se puede tirar juntos, y otro tanto si lo que falla es la salud.

Solo lo he comprendido cuando J se ha hecho mayor y me he dado cuenta de que era de todo punto imposible que él cuidara de un niño. Así debió de ocurrirles a sus padres biológicos, que no pudiendo cuidar de sí mismos mucho menos podían cuidar de un bebé.

martes, 5 de noviembre de 2013

Dicen que los navajazos no duelen

Después de la tormenta, de Winslow Homer

Cuando algo muy grave nos golpea, apenas sentimos el dolor; de hecho, dicen que cuando se recibe un navajazo uno no siente nada. Con los golpes emocionales sucede algo muy parecido. Te das cuenta de lo que ha pasado, eres consciente de una muerte, de una pérdida, de algo que cambiará tu vida y apenas sientes nada más que conmoción. Tu cabeza se dispara adelantando acontecimientos, sucederá esto y esto y esto y cómo podré yo soportarlo, pero nada más. Es con el transcurso del tiempo cuando, día a día, va uno comprendiendo el alcance y sintiendo el dolor de lo sucedido.

Hace un par de días supe que J podría ir a la cárcel, que es no solo posible sino probable y me doy cuenta de que comprendo lo que significa, pero que no soy capaz de alcanzar a imaginar las consecuencias que esto tendrá para él y para mi. En realidad, todavía no quiero ni pensar en que va a ocurrir, quiero pensar que aún estamos a tiempo de evitarlo y que, como diría Louise L. Hay o cualquier otra escritora de libros de autoayuda, no adelante usted acontecimientos negativos, quizás no sucedan, quizás sufra usted en balde.

Y a ese pensamiento me aferro.

sábado, 2 de noviembre de 2013

El niño abandonado


The Schoolboy, de Vincent van Gogh

"¿Cuáles son los elementos que constituyen la capacidad de amar y de sentir un afecto mutuo? Hagamos un experimento filosófico. Imaginemos a un recién nacido que tiene dificultad para organizar sus sensaciones (sonidos, imágenes, olores, contactos, cambios de equilibrio, etcétera). Si su desarrollo sensorial es reducido, no podrá crear los conceptos para aprovechar el sentido subyacente de todos los contactos sabor: el mensaje de que alguien le ama y se preocupa por él. Muchos de los niños que más tarde presentan trastorno de apego reactivo sufren de deficiencias sensoriales o de integración sensorial en su más temprana edad. Imagínese también que este bebé tiene una madre que no lo ama o que lo ama poco, y que además es incapaz de establecer contactos frecuentes y de manera adecuada con él/ella para darle los cuidados y los contactos físicos regulares. Si lo hace,  no es capaz de comprender las señales del bebé y entonces lo sobrestimará o los estímulos serán deficientes. A menudo confía el bebé a personas extrañas, los vecinos y otros, que el bebé no conoce. También podemos imaginar a un bebé en un orfelinato que pasa toda la jornada en su cuna, sin otro contacto humano que 5 o 10 minutos diarios. Imagínese al padre a) ausente, o b) violento o peligroso para el niño de una otra forma, o c) constantemente reemplazado por nuevos "padres".

¿Será este niño capaz, más adelante en su vida, de sentir apego por alguien o de establecer relaciones significativas?".

Rygaard, Niels Peter: El niño abandonado

martes, 29 de octubre de 2013

La mirada más triste del mundo

Autorretrato, de Egon Schiele

Conocí a J a través de una foto. Miraba a la cámara con la mirada más triste que yo hubiera visto nunca en un niño. Eso debería haberme hecho pensar, pero yo no pensaba, solo sentía. Y sentí que podría rescatar a ese niño, que le ofrecería una vida normal llena de besos y acompañada de abuelos, un hermano, primos y demás parientes. Iría a la escuela, tendría su cuarto, estabilidad y muchos besos y abrazos. Probablemente dormiría mal al principio, era de esperar que tuviera pesadillas, pobrecito, pero no pasaba nada, ya había criado a otro hijo.

Nada salió como yo esperaba. J dormía como un tronco, nos lo encontrábamos atravesado en la cama, hecho un aspa como si se hubiera caído de un séptimo piso, pero no le gustaban ni los besos ni los abrazos. Siempre quería algo que no tenía. Nada servía para hacerle feliz, la amargura de su alma era tan grande que a veces me parecía querer llenar su océano con un cubo de agua. 

J cantaba constantemente, canturreaba, hablaba solo... como si quisiera acallar sus pensamientos,  le gustaba también tener alguien que le mirara, parecía temer disolverse en el aire si no tenía a alguien cerca. La infinita paciencia de mi padre era su mejor alimento: "Aitona, yo juego y tú me miras", y mi padre se sentaba y le miraba. 

Empecé a pensar que algo no iba bien en él, aunque por suerte nunca se me ocurrió anticipar un futuro tan difícil como el que me esperaba.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Cada cual arrastra su historia

El valle de Régil, de Clara Gangutia

Se oyen ruidos de platos que entrechocan de fondo. Un hombre canturrea con una voz rota por el tabaco y el alcohol: "qué bonita es la vida, qué bonita es la vida", mientras va poniendo las mesas. Espero en una esquina de la entrada a que mi hijo termine una entrevista. Una de esas a las que ya estamos acostumbrados los dos, una más.

Una más de la que, sin embargo, una siempre espera que despunte algo que encarrile sus pasos, que por fin encuentre un lugar en el que se sienta bien, que haya trabajadores sociales y educadores que le sepan acompañar, amigos que atemperen su soledad y comprendan su vulnerabilidad.

Fuera luce el sol en un precioso día de otoño. Cuando J termine de desgranar los retazos de su vida, saldremos a la calle y seremos para los demás una madre y un hijo que caminan anónimos y por lo tanto felices y normales, como felices y normales me parecen a mí los otros. Y sin embargo, cada cual arrastrará su historia.

domingo, 20 de octubre de 2013

Los pasos que damos

The Four Sons of Dr. Linde, de Edvard Munch

Una de las cosas que más me trastornan de J es el submundo social por el que se mueve y la forma tan desenvuelta en que lo hace. Cuando era pequeño tenía amigos porque él los buscaba con afán y además estaba dispuesto a pagar el precio que hiciera falta. Podía regalar cualquier juguete, cualquier juego de ordenador o consola, todo se lo daba a un compañero de clase con tal de que fuera su amigo.

De mayor busca amigos con el mismo afán pero el abanico de posibilidades es mucho más pequeño. Sus amigos no son chavales universitarios, ni jóvenes que trabajan, ni siquiera chicos sin empleo que quieren trabajar. Sus amigos son esas personas de las que decimos que son distintas porque son aquellas con las que él se siente igual y también porque son las únicas que le aceptan.

En esta ciudad con una clase social media tan semejante y tan amplia, los amigos de mi hijo o son inmigrantes o pertenecen a familias desestructuradas o son como J. Son como J aunque él tenga lo que podemos entender por una familia "normal" (aunque no sé yo a estas alturas de la película si se nos puede considerar así).

Porque cómo podría yo pensar que al amigo de un hijo mío le iba a tener que decir en mi casa que se sacara del bolsillo lo que se acababa de guardar. O cómo imaginar siquiera que un amigo suyo me pudiera dar miedo. J ha traído a casa personas variopintas y diversas que eran bien recibidas porque eran sus amigos. Intenté relacionarme con ellos hasta que comprendí que raramente les veía más de un par de veces. Que no servía de nada que les acogiera, les tratara con amabilidad o les diera de comer, cenar o merendar porque eso no hacía que fueran mejores amigos para mi hijo.

Cuando comprendí la inutilidad de mi esfuerzo, le dije a J que no trajera a nadie más a casa.

lunes, 14 de octubre de 2013

Para que no se me olvide

The two children, de Giovanni Boldini

A veces J me hace feliz. Puede sonar muy mal que esto sea tan extraordinario, pero se da la circunstancia de que no es felicidad lo que más recibo de ese hijo. Habitualmente espero desasosiego, obtengo preocupaciones y con su nombre va aparejada la palabra incertidumbre. 

J llevaba poco tiempo saliendo con I, pero el suficiente para tener con ella una relación tormentosa, como me imagino yo que debía de ser la que mantenían Elizabeth Taylor y Richard Burton (salvando las distancias). En el caso de J el modus operandi consistía en amenazar con dejar a I un par de veces por semana, ella lloraba y suplicaba y entonces a J le daba pena y seguía con ella. Su madre le sermoneaba diciéndole que si quería dejarla que lo hiciera, pero que no estuviera amenazando y montando broncas para acabar reconciliándose una y otra vez, que eso no era sano. En una de esas ocasiones J me miró muy serio y de repente reconoció el patrón: "Joé, tienes razón, si es lo que me hacía a mí O".

Unos días más tarde J vino con una carta de I. "Ama, no sabes qué carta me ha escrito I, he llorado cuando la he leído, ¿quieres que te la lea?" Su madre por supuesto que quería. Y se puso a leer un papel mil veces doblado y desdoblado, una hoja cuadriculada escrita con bolígrafo azul. 

Cuando J comenzó a leer parecía un chaval de 14 años con su primera carta de amor. Los ojos le brillaban mientras pronunciaba palabras y frases torpemente enlazadas pero llenas de inocencia y de cariño. Unas frases estaban en castellano y otras en euskera, todo junto y salpicado, como a ella le había venido a la cabeza. Le decía que le quería mucho y que no podía vivir sin él, que no le dejara nunca porque nadie le iba a querer como ella, que para ella era diferente al resto de los demás y que le gustaba mucho. 

Mi hijo parecía tan feliz, tan satisfecho... que a mí se me llenó el corazón de ternura y sentí una inmensa oleada de felicidad, la felicidad de que quieran a tu hijo no entiende de "normalidades" o "diferencias", quiero decir que es la misma para todas las madres, pero cuando un hijo es difícil de querer, ese sentimiento, por excepcional, es mucho más grato. Tan tonta me puse que le saqué una foto porque no sabía cómo conservar ese momento. Ahora lo escribo aquí para que no se me olvide. Algún día lo releeré y me volveré a sentir feliz.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Ensalada de patatas versus ensalada de arroz


Faraway, de Andrew Wyeth

Cuando J vino a cenar esperaba que hubiera ensalada de patatas con crema agria, un plato que le gusta con locura, pero se encontró con una simple ensalada de arroz. Tremendo disgusto y tremenda frustración. A quién se le ocurre no haber adivinado lo que él quería para cenar. A mí me parece que ya es bastante con que te presentes a cenar sin avisar y te pongan un plato en la mesa, pero está claro que todo depende del cristal con que se mire, que solía decir mi padre.

Para terminar de arreglar la situación J tenía un amigo esperándole en la calle. A mí tampoco me parece normal que vayas a cenar a casa de tu madre y dejes al amigo esperando en la calle, no es que quiera decir que le hubiera dado también de cenar, esos tiempos ya se acabaron, pero no me parece bien ni por el amigo ni por la madre. El uno esperando y la otra desesperando.

Mi hijo ese día estaba más raro de lo normal, no tengo mucha experiencia en detectar sustancias pero sí me doy cuenta enseguida -como cualquier madre, por otra parte-  de cualquier cosa que no sea normal en él y en esta ocasión estaba especialmente lejos.

Hubiera sido mejor que no hubiera venido porque me dejó desasosegada y con mal cuerpo.

martes, 1 de octubre de 2013

Extraños en torno

Girl with Peaches, de Valentin Serov

Cuando tienes un hijo con un trastorno mental, tienes alrededor una red de profesionales que, con la intención de hacer tu vida lo más "normal" posible, la desnormaliza por completo. Esa red suele estar compuesta por un sicólogo y un siquiatra, un par de trabajadoras sociales, algún educador, una profesora particular que le ayude con los deberes cuando va al cole, el médico de cabecera que controla la marcha de la medicación y las instituciones u organismos, tanto sanitarios como sociales.

Necesitas ayuda de todos ellos y a la vez necesitas una secretaria que te organice las citas, porque en ocasiones te coinciden la trabajadora social del ayuntamiento y la cita en Agifes, o tenías hora con la enfermera de la URP y te vas a la consulta del siquiatra. Por no hablar de la cantidad de ocasiones en las que que te toca contar situaciones que para otros son íntimas, la de veces que te parece que tu vida está expuesta al juicio de personas ajenas a tu familia.

Y cuando te sometes al juicio de un profesional externo, te planteas si has actuado bien o mal porque muchas de tus actuaciones están tan fuera de lo que has conocido en la vida que te dejas llevar por lo que en ese momento te dictan las tripas o el corazón. Pero cuando lo cuentas, lo vuelves a vivir y entonces, con la distancia que da el tiempo, juzgas de nuevo tu comportamiento y te arrepientes lo mismo de haber sido tan blanda como de no haber sido más severa.

Con el tiempo van pasando dos cosas contradictorias: por una parte te acostumbras, porque el ser humano a todo se hace, y no lo vives tan mal y, por otra, te cansas y vas desarrollando una especie de sentimiento de hartazgo y decepción al ver lo poco que, a pesar de tanta ayuda, mejoran las cosas.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

A veces decido que somos normales

Child in Bed, de Berthe Morisot

Un año decidí celebrar mi cumpleaños por todo lo alto e irme a cenar a Akelarre con mis dos hijos. Los tres nos pusimos guapísimos y enfilamos hacia Igeldo dispuestos a vivir una experiencia inolvidable. Llegamos sobre las nueve menos cuarto y todavía era de día. Nos dieron una mesa junto al enorme ventanal desde el que todo el horizonte que se abarcaba era el mar. Estaba gris pero había luz y se veían a lo lejos las lucecitas de Getaria. Poco a poco se nos fue echando la noche encima, pero la fuimos viendo caer sobre el mar, gris y amenazador, minuto a minuto.

J tenía muy claro lo que quería cenar: quería chipirones pero, porca miseria, chipirones no había, por suerte había merluza en salsa con cocochas y almejas, que pidió con patatas fritas, ante lo que la maître no pudo reprimir la carcajada.

Mis dos hijos alucinaron con los panecillos tan diversos y calentitos, con los aperitivos tan extraños y exquisitos, con las camareras revoloteando a nuestro alrededor. A mí me faltaban un par de manos para llegar a sujetar las de J que, camino del pan de su hermano, amenazaban con tirar dos o tres copas. En el postre se rebozó la cara de chocolate y su servilleta enseguida parecía un trapo de cocina, pero yo había decidido mantener impasible el ademán.

Toda orgullosa al final de la cena le dije a su hermano: "Hijo mío, me hago mayor, pero hay que ver lo sabia y tolerante que me estoy haciendo. Hace unos años habría encerrado a J en el maletero del coche hace media hora". Mi hijo mayor me miró con sorna y ternura a la vez como pensando "¡Ay! Bueno, si te hace ilusión verlo así".

La cena fue un éxito total, estuvimos muy a gusto y a J este tipo de cosas le ayudan mucho a sentirse integrado (¿o será su madre la que quiere sentirse integrada?), a hacer cosas distintas, a ser capaz también él de comportarse, etc.

A la salida nos saludó Subijana y le dije que J se acordaba mucho de él, de cuando iba a su colegio a darles alguna charla de nutrición. Subijana le cogió por los hombros muy simpático y le dijo que él también le recordaba (además probablemente fuera verdad porque nadie olvida a J) y que se parecía mucho a un sobrino suyo. Seguro que J al día siguiente se lo contó a toda la clase.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Su lucidez es siempre inesperada

A boy with Sailboats, de Henri Martin

J está viendo dibujos animados en la televisión. Busca un canal que tenga dibujos, acomoda su estatura en el sofá y de vez en cuando una sonora carcajada me recuerda que sigue ahí.

He estado un rato con él y entre risotada y risotada, me decía "Qué hijo tan infantil tienes, ¿verdad, ama?", que es exactamente lo que yo estaba pensando, pero no me esperaba que lo dijera él. Su lucidez es siempre inesperada, y no he podido por menos que desmentirle. "¡Qué va, hijo! Mi hermano veía dibujos animados de bien mayor y también le gustaban mucho los cómics", "Ah, ¿sí? y ¿qué dibujos veía?", "¡Uy! no me acuerdo, los que estuvieran de moda en aquel momento".

Y se ha quedado tan contento pensando que se parecía a su tío. Porque es cierto que mi hermano veía dibujos animados de bien mayor, pero en él no me parecía un rasgo infantil.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

El lobo blanco

Niños en el mar, de Joaquín Sorolla

Leer para J ha sido siempre una tortura china. Cómo leer si no puede parar quieto, aunque no creo que esto sea el único problema y ni siquiera el principal, le cuesta mucho concentrarse, imaginarse una historia larga, seguir conceptos abstractos.

Frente a todos los discursos de integración con los que quieran adornarse, la escuela ha sido siempre un espacio para la media: no están para tener en cuenta ni a los que son demasiado listos, ni a los que tienen problemas para aprender, y J en sus tiempos escolares, tuvo que pasar por el aro de las exigencias generales como todo el mundo. Por eso cuando un día comentó, así como al socaire, que la mañana siguiente tenía una prueba de lectura se me pusieron los pelos de punta.

-¿Y te lo sabes? -pregunté concediéndole la posibilidad (de todo punto imposible) de que hubiera leído el libro.
-Buenoooooo.
-¿Qué es lo que tienes que saber?
-Pues un libro.
-Y te lo has leído -intervino su hermano.
-Sí, 10 páginas.
-¿10 páginas has leído? -preguntó su hermano con sorna.
-No, bueno, esto, me faltan 10 páginas.
-¡Ah! Y ¿de qué es?
-Pues... de un perro... creo.
-¿Lo tienes aquí? -dije yo.
-Sí.
-Bien, pues tráelo.

Salió disparado al cuarto y volvió con un libro que solo con verlo se podía saber que no era para su edad y desde luego no para J. Comencé a leerle el libro con la esperanza de que algo le sonara al día siguiente y empezó él a abrir sus ojazos mirándome fijamente. Se quedó callado, quieto, tranquilo... mientras yo iba desgranando las palabras y con ellas iba levantando el universo de una historia. La seducción de que nos cuenten una historia hizo mella en él y quedó prendido de mi voz sin permitir que ningún otro estímulo le despistara.

Al cabo de un rato, su hermano tomó el relevo y siguió leyendo él. J cambió la dirección de sus ojos, pero ese fue todo su movimiento. Se podía ver que estaba transportado, que la historia había alcanzado su corazón y quería saber qué pasaba en el libro, que es lo máximo a lo que puede aspirar un autor. Y más tarde tomó X el libro entre sus manos y siguió con la historia de Kavik, un perro lobo que sufre un accidente en la nieve y es rescatado de una muerte segura por un niño de 15 años.

Fue precioso ver a J tan entusiasmado con un libro. Se enterneció con la narración, se metió de cabeza en ella y sufrió con Kavik cuando este estaba herido y abandonado en la nieve, "pobrecito", decía, y al día siguiente fue a clase contando a todos la historia del perro lobo y de cómo un niño le salvó de la muerte.


lunes, 16 de septiembre de 2013

De momento seguimos a flote

Kalounna in Frogtown, de Jamie Wyeth


Hoy mi hijo ha venido con el pecho cruzado por un gran arañazo y el costado surcado por otros más pequeños.

-Dirías que me han pegado un navajazo ¿verdad? Pues ha sido un perro.

Y ha iniciado su relato. Una debería estar curada de espanto pero siempre se sorprende. Lo que sucedió fue que un perro se estaba ahogando (aunque se supone que los perros vienen sabiendo nadar de serie), el perro de una amiga, y J se lanzó a salvarlo, el perro se echó encima de él y le arañó en su afán de ponerse a salvo. Suena bastante convincente, lo reconozco, pero pudo ser eso lo que pasó o pudo ser cualquier otra cosa. No creo sin embargo, que fuera un navajazo, que es lo que más me preocuparía, porque es muy superficial. Concédamosle, pues, el beneficio de la duda.

De momento, seguimos a flote. Como el perro.

viernes, 13 de septiembre de 2013

En plena forma

Figure with Child, de Neil Welliver

Una es más cosas, pero desde luego es la madre de J a tiempo completo. Y esto, que a veces es un castigo divino, es también algo muy positivo porque me obliga a estar siempre en forma. No hay manera de amodorrarse, acomodarse o tumbarse a la bartola. J te obliga a estar alerta como si fueras una espía de la CIA tramando un golpe de estado en Afganistán. De hecho, he desarrollado todo tipo de mecanismos y recursos para seguirle la pista, saber dónde está, con quién y qué hace.

Sus maniobras disuasorias están muy perfeccionadas, su primera respuesta es siempre una pregunta, parece gallego e incluso se diría que es más hábil que Rajoy eludiendo respuestas. Pero se ha encontrado con una madre resbaladiza que le va cercando como si fuera una serpiente pitón. A veces, al final nos entra la risa a los dos porque él, pobriño, había preparado un mecanismo de despiste de lo más elaborado y se encuentra con que su madre tiene o bien información irrefutable conseguida quién sabe cómo, o bien pruebas fehacientes que desmontan su castillo de arena.

Lo que decía, me tiene en plena forma.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Hay días en los que no quiero estrangularle

Boy in a Blue Shirt, de Amadeo Modigliani

Todos tenemos días encantadores y J también. Algunos días se levantaba colaborador y contento, casi como con ganas de empezar una nueva vida. En esos días era una maravilla estar con él, ayudaba a guardar las cosas en el lavavajillas, se duchaba sin protestar y me acompañaba al súper. Hacía la lista de la compra con esa letra de niño apretada y redondita que le exigía una concentración extrema. Llevaba el carro, pesaba la fruta, me organizaba: "Ama, vete tachando lo que ya hemos cogido" y sobre todo pedía y pedía:

-Ama, mira, galletas de Dinosaurio, ¿me compras?
- No, seguro que te comes todo el paquete en cuanto me dé media vuelta, mañana cuando me vaya a correr te las comes.
-Bueno, no importa que no me las compres, -aquí es cuando yo le toco la frente a ver si tiene fiebre y ante semejante conformidad no puedo resistir el sentimiento de ser peor que la madrastra de Blancanieves-.
-Vale, las compramos, venga, cógelas.

Y así va discurriendo nuestra visita al súper. Como es tan activo, no hace falta decirle las cosas que le gusta hacer, meter las cosas en las bolsas, llevarlas al coche, meter el ticket para pagar el parking...  Y entonces yo voy sintiendo que me derrito de cariño y me olvido del propósito de estrangularle con el que me suelo despertar por las mañanas.

martes, 10 de septiembre de 2013

Dichosos cumpleaños

My Baby (Cosy), de William Merrytt Chase

Nuestra relación, como todas, ha pasado por distintos momentos. Su infancia no fue fácil porque él nunca ha sido fácil y además porque no sabíamos ni que le pasara algo ni qué le pasaba.

Parecía un niño difícil, inadaptado, hiperactivo decían los sicólogos, insoportable decían en el colegio. Ni siquiera los otros niños querían estar con él porque les asustaban sus excesos. No le invitaban a los cumpleaños, nadie le decía que se quedara a dormir en su casa cuando él estaba dispuesto a traer a toda la clase a merendar a casa. Para celebrar su cumpleaños quería invitar a sus 22 compañeros pensando que así luego podría ir a los cumpleaños de todos. Y su madre invitaba, recibía a niños en casa, pero las correspondencias nunca llegaban. De hecho, los padres del niño que se sentaba con él en el pupitre de la escuela pidieron que cambiaran de sitio a su hijo.

¿Qué tenía el mío que apestaba de esa manera? No se portaba bien, se distraía mucho en clase y distraía a los demás, podía comer sin mesura, hablaba por los codos, no tenía miedo de nada y esto asustaba a todo el mundo. Sobre todo a mí.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La piscina no siempre es cosa del verano

At the window, portrait of I.B. Kustodieva, de Boris Kustodiev

Cuando tu hijo es un niño sin miedo, tu miedo se hace inconmensurable y solo con el tiempo aprendes a vivir con él. Es cierto que J según ha ido creciendo ha ido apreciando más su vida y comprendiendo dónde estaban los peligros, pero cómo ha llegado hasta los 23 años que tiene ahora es un misterio.

Tendría 7 u 8 años cuando un día de invierno al volver del colegio dijo que se quería bañar en la piscina. Su razonamiento era que hacía sol y cuando hace sol uno se puede bañar, da lo mismo si es en agosto o en diciembre. El agua estaba muy fría y yo, que todavía no sabía que a J no se le puede desafiar, le dije, "bueno, si te parece que el agua está buena, báñate", convencida de que no pasaría del tobillo.

Con una expresión radiante de "ya-ha-llegado-el-verano", se puso el bañador y bajó a la piscina mientras yo, por si acaso, miraba desde la ventana. Bajó por la escalerita, metió un pie en el agua y volvió a subir corriendo. ¿Ves?, pensé yo, está helada. Se sentó en el borde de la piscina, metió un pie y después, despacio, el otro. Se levantó, se alejó unos pasos, cogió carrerilla y se tiró de un salto. Salí corriendo escaleras abajo, pensando que se quedaría tieso y tendría que tirarme a sacarle y tendríamos que ir corriendo a Urgencias. Bajé las escaleras de cuatro en cuatro llamando a gritos a su hermano para que me ayudara.

Cuando llegué había salido él solo y tiritaba como una hoja. Le abrigué con una toalla mientras murmuraba todo tipo de improperios. Ganas me daban de volverle a echar a la piscina. Entonces aprendí que a J no hay que desafiarle ni en broma, porque lo razonable no existe para él, solo existe lo que le gustaría hacer. Por suerte, nunca ha tenido ganas de volar.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Momentazos

Portrait of Caspar Goodric, de John Singer Sargent

Es sabido que hay momentos de los hijos que compensan todas las barrabasadas que nos hacen, abrazos que compensan suspensos y abalorios que valen más que el mejor Cartier. En mi hijo estos momentos son escasos, para qué me voy a engañar, ya de bien pequeñito supe que me iba a dar pocas alegrías, pero ha tenido sus momentazos.

Cuando me pongo nostálgica (no llega a una vez al año) recuerdo en especial el momento en el que le daba las buenas noches. Yo me afanaba procurando que no llegáramos muy enfadados a ese momento, lo cual no era fácil porque antes había habido que bañarse, cenar, ponerse el pijama... en fin, cuestiones todas, cuando menos, complicadas. Pero cuando por fin se metía en la cama, yo me sentaba a su lado y hablábamos de lo que había hecho durante el día, de por qué nos habíamos enfadado y terminábamos haciendo tabla rasa y amigándonos. Entonces yo le cogía entre mis brazos, le acunaba y le besuqueaba.

Un niño es un niño y yo creo que los besos y los abrazos les vienen bien siempre, incluso aunque se hagan los duros. Y entonces le abrazaba sin fisuras, no a medias ni de compromiso, le abrazaba para que supiera y sobre todo para que sintiera que le quería. Aprovechaba para mecer su cuerpo, pero en el fondo lo que quería era mecer y consolar su alma, rescatarle de todos los sinsabores, reproches y frustraciones que ha había llevado al cabo del día y que seguro habían sido muchos. A veces son momentos en los que J se abandona y permite aflorar lo que le preocupa.

-Ama, ¿hiciste bien en adoptarme?
-Es lo mejor que he hecho en mi vida, J.
-No, lo mejor no, porque primero tuviste a M.
-Sí, es verdad, lo segundo mejor que he hecho en mi vida.
-Y tú me escogiste.
-No, no se podía escoger, J.
-Te toqué.
-Pues sí, igual que te tocan los hijos que se tienen en la tripa.
-Y ¿cómo era?
-Pues eras morenito, muy serio y parecías un poco triste.
-¿Te acuerdas?
-Claro que me acuerdo: llevabas una chaquetita verde y unos pantalones de cuadros. Y tenías el flequillo largo.
-¿Y estás contenta?
-Pues claro, cariño. Y tú ¿estás contento con la madre que te ha tocado?
-Sí, aunque no sé como son las demás.
-Bueno, tienes a las de tus amigos -ahora solo falta que a este macarrón se le ocurra que cualquier otra habría podido ser mejor, tendría narices.
-Sí, a ver déjame pensar, está la de M., la de G., la de R. es muy maja, ¿no?
-Sí, bueno, ale, a dormir.

Fue un buen momento para terminar la conversación.