Las hijas de Edward Darley, de John Singer Sargent |
En la adolescencia de J el verano con él era fascinante: nos despertábamos con rap y nos acostábamos con el Messenger. En el intermedio le oíamos jugar con el ordenador, con la PSP o mantener interminables charlas por teléfono. Cualquier cosa menos una actividad que supusiera estar en silencio. El verano con J era una fiesta.
El resto de la familia no podíamos con tanta fiesta. Nos moríamos por un instante de sosiego y silencio. Comencé a devanarme los sesos. Qué hacer para que todos pudiéramos sobrevivir a tan tórrido verano. Se me ocurrió la idea de un campo de trabajo. Comencé las gestiones para conseguir que le admitieran fuera de plazo y las negociaciones con él para que accediera a ir. La verdad es que fue bastante fácil con J, le encantan los cambios, le pareció atractiva la idea de estar lejos del control de su madre.
Le llevamos entre suspiros de alivio y numerosas recomendaciones: pórtate bien; haz lo que te dicen; no hagas ninguna picia; sí, ama; por supuesto, ama; ya soy mayor, qué te piensas...
Volvimos en silencio las cuatro horas de viaje, ninguno de nosotros quería romper una atmósfera tan preciada. Llegamos a casa recomponiendo el ánimo, pensando que después de todo, el verano no era una estación tan mala. A la mañana siguiente los vecinos me saludaron con otro gesto en el ascensor, fue maravilloso despertarse sin ese rap atronador.
Cuando a los dos días llamé para saber de él, la coordinadora me dijo que había tenido una bronca importante, que a ver qué es lo que le pasaba. Primer round. Fue cuestión de días que me llamaran diciéndome que fuera a buscarle.
El verano para nosotros fue muy largo ese año.