martes, 29 de octubre de 2013

La mirada más triste del mundo

Autorretrato, de Egon Schiele

Conocí a J a través de una foto. Miraba a la cámara con la mirada más triste que yo hubiera visto nunca en un niño. Eso debería haberme hecho pensar, pero yo no pensaba, solo sentía. Y sentí que podría rescatar a ese niño, que le ofrecería una vida normal llena de besos y acompañada de abuelos, un hermano, primos y demás parientes. Iría a la escuela, tendría su cuarto, estabilidad y muchos besos y abrazos. Probablemente dormiría mal al principio, era de esperar que tuviera pesadillas, pobrecito, pero no pasaba nada, ya había criado a otro hijo.

Nada salió como yo esperaba. J dormía como un tronco, nos lo encontrábamos atravesado en la cama, hecho un aspa como si se hubiera caído de un séptimo piso, pero no le gustaban ni los besos ni los abrazos. Siempre quería algo que no tenía. Nada servía para hacerle feliz, la amargura de su alma era tan grande que a veces me parecía querer llenar su océano con un cubo de agua. 

J cantaba constantemente, canturreaba, hablaba solo... como si quisiera acallar sus pensamientos,  le gustaba también tener alguien que le mirara, parecía temer disolverse en el aire si no tenía a alguien cerca. La infinita paciencia de mi padre era su mejor alimento: "Aitona, yo juego y tú me miras", y mi padre se sentaba y le miraba. 

Empecé a pensar que algo no iba bien en él, aunque por suerte nunca se me ocurrió anticipar un futuro tan difícil como el que me esperaba.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Cada cual arrastra su historia

El valle de Régil, de Clara Gangutia

Se oyen ruidos de platos que entrechocan de fondo. Un hombre canturrea con una voz rota por el tabaco y el alcohol: "qué bonita es la vida, qué bonita es la vida", mientras va poniendo las mesas. Espero en una esquina de la entrada a que mi hijo termine una entrevista. Una de esas a las que ya estamos acostumbrados los dos, una más.

Una más de la que, sin embargo, una siempre espera que despunte algo que encarrile sus pasos, que por fin encuentre un lugar en el que se sienta bien, que haya trabajadores sociales y educadores que le sepan acompañar, amigos que atemperen su soledad y comprendan su vulnerabilidad.

Fuera luce el sol en un precioso día de otoño. Cuando J termine de desgranar los retazos de su vida, saldremos a la calle y seremos para los demás una madre y un hijo que caminan anónimos y por lo tanto felices y normales, como felices y normales me parecen a mí los otros. Y sin embargo, cada cual arrastrará su historia.

domingo, 20 de octubre de 2013

Los pasos que damos

The Four Sons of Dr. Linde, de Edvard Munch

Una de las cosas que más me trastornan de J es el submundo social por el que se mueve y la forma tan desenvuelta en que lo hace. Cuando era pequeño tenía amigos porque él los buscaba con afán y además estaba dispuesto a pagar el precio que hiciera falta. Podía regalar cualquier juguete, cualquier juego de ordenador o consola, todo se lo daba a un compañero de clase con tal de que fuera su amigo.

De mayor busca amigos con el mismo afán pero el abanico de posibilidades es mucho más pequeño. Sus amigos no son chavales universitarios, ni jóvenes que trabajan, ni siquiera chicos sin empleo que quieren trabajar. Sus amigos son esas personas de las que decimos que son distintas porque son aquellas con las que él se siente igual y también porque son las únicas que le aceptan.

En esta ciudad con una clase social media tan semejante y tan amplia, los amigos de mi hijo o son inmigrantes o pertenecen a familias desestructuradas o son como J. Son como J aunque él tenga lo que podemos entender por una familia "normal" (aunque no sé yo a estas alturas de la película si se nos puede considerar así).

Porque cómo podría yo pensar que al amigo de un hijo mío le iba a tener que decir en mi casa que se sacara del bolsillo lo que se acababa de guardar. O cómo imaginar siquiera que un amigo suyo me pudiera dar miedo. J ha traído a casa personas variopintas y diversas que eran bien recibidas porque eran sus amigos. Intenté relacionarme con ellos hasta que comprendí que raramente les veía más de un par de veces. Que no servía de nada que les acogiera, les tratara con amabilidad o les diera de comer, cenar o merendar porque eso no hacía que fueran mejores amigos para mi hijo.

Cuando comprendí la inutilidad de mi esfuerzo, le dije a J que no trajera a nadie más a casa.

lunes, 14 de octubre de 2013

Para que no se me olvide

The two children, de Giovanni Boldini

A veces J me hace feliz. Puede sonar muy mal que esto sea tan extraordinario, pero se da la circunstancia de que no es felicidad lo que más recibo de ese hijo. Habitualmente espero desasosiego, obtengo preocupaciones y con su nombre va aparejada la palabra incertidumbre. 

J llevaba poco tiempo saliendo con I, pero el suficiente para tener con ella una relación tormentosa, como me imagino yo que debía de ser la que mantenían Elizabeth Taylor y Richard Burton (salvando las distancias). En el caso de J el modus operandi consistía en amenazar con dejar a I un par de veces por semana, ella lloraba y suplicaba y entonces a J le daba pena y seguía con ella. Su madre le sermoneaba diciéndole que si quería dejarla que lo hiciera, pero que no estuviera amenazando y montando broncas para acabar reconciliándose una y otra vez, que eso no era sano. En una de esas ocasiones J me miró muy serio y de repente reconoció el patrón: "Joé, tienes razón, si es lo que me hacía a mí O".

Unos días más tarde J vino con una carta de I. "Ama, no sabes qué carta me ha escrito I, he llorado cuando la he leído, ¿quieres que te la lea?" Su madre por supuesto que quería. Y se puso a leer un papel mil veces doblado y desdoblado, una hoja cuadriculada escrita con bolígrafo azul. 

Cuando J comenzó a leer parecía un chaval de 14 años con su primera carta de amor. Los ojos le brillaban mientras pronunciaba palabras y frases torpemente enlazadas pero llenas de inocencia y de cariño. Unas frases estaban en castellano y otras en euskera, todo junto y salpicado, como a ella le había venido a la cabeza. Le decía que le quería mucho y que no podía vivir sin él, que no le dejara nunca porque nadie le iba a querer como ella, que para ella era diferente al resto de los demás y que le gustaba mucho. 

Mi hijo parecía tan feliz, tan satisfecho... que a mí se me llenó el corazón de ternura y sentí una inmensa oleada de felicidad, la felicidad de que quieran a tu hijo no entiende de "normalidades" o "diferencias", quiero decir que es la misma para todas las madres, pero cuando un hijo es difícil de querer, ese sentimiento, por excepcional, es mucho más grato. Tan tonta me puse que le saqué una foto porque no sabía cómo conservar ese momento. Ahora lo escribo aquí para que no se me olvide. Algún día lo releeré y me volveré a sentir feliz.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Ensalada de patatas versus ensalada de arroz


Faraway, de Andrew Wyeth

Cuando J vino a cenar esperaba que hubiera ensalada de patatas con crema agria, un plato que le gusta con locura, pero se encontró con una simple ensalada de arroz. Tremendo disgusto y tremenda frustración. A quién se le ocurre no haber adivinado lo que él quería para cenar. A mí me parece que ya es bastante con que te presentes a cenar sin avisar y te pongan un plato en la mesa, pero está claro que todo depende del cristal con que se mire, que solía decir mi padre.

Para terminar de arreglar la situación J tenía un amigo esperándole en la calle. A mí tampoco me parece normal que vayas a cenar a casa de tu madre y dejes al amigo esperando en la calle, no es que quiera decir que le hubiera dado también de cenar, esos tiempos ya se acabaron, pero no me parece bien ni por el amigo ni por la madre. El uno esperando y la otra desesperando.

Mi hijo ese día estaba más raro de lo normal, no tengo mucha experiencia en detectar sustancias pero sí me doy cuenta enseguida -como cualquier madre, por otra parte-  de cualquier cosa que no sea normal en él y en esta ocasión estaba especialmente lejos.

Hubiera sido mejor que no hubiera venido porque me dejó desasosegada y con mal cuerpo.

martes, 1 de octubre de 2013

Extraños en torno

Girl with Peaches, de Valentin Serov

Cuando tienes un hijo con un trastorno mental, tienes alrededor una red de profesionales que, con la intención de hacer tu vida lo más "normal" posible, la desnormaliza por completo. Esa red suele estar compuesta por un sicólogo y un siquiatra, un par de trabajadoras sociales, algún educador, una profesora particular que le ayude con los deberes cuando va al cole, el médico de cabecera que controla la marcha de la medicación y las instituciones u organismos, tanto sanitarios como sociales.

Necesitas ayuda de todos ellos y a la vez necesitas una secretaria que te organice las citas, porque en ocasiones te coinciden la trabajadora social del ayuntamiento y la cita en Agifes, o tenías hora con la enfermera de la URP y te vas a la consulta del siquiatra. Por no hablar de la cantidad de ocasiones en las que que te toca contar situaciones que para otros son íntimas, la de veces que te parece que tu vida está expuesta al juicio de personas ajenas a tu familia.

Y cuando te sometes al juicio de un profesional externo, te planteas si has actuado bien o mal porque muchas de tus actuaciones están tan fuera de lo que has conocido en la vida que te dejas llevar por lo que en ese momento te dictan las tripas o el corazón. Pero cuando lo cuentas, lo vuelves a vivir y entonces, con la distancia que da el tiempo, juzgas de nuevo tu comportamiento y te arrepientes lo mismo de haber sido tan blanda como de no haber sido más severa.

Con el tiempo van pasando dos cosas contradictorias: por una parte te acostumbras, porque el ser humano a todo se hace, y no lo vives tan mal y, por otra, te cansas y vas desarrollando una especie de sentimiento de hartazgo y decepción al ver lo poco que, a pesar de tanta ayuda, mejoran las cosas.